Los que luchan

“Hay hombres que luchan un día y son buenos. 
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”.

Bertolt Brecht

 
Aquí estoy. Frente a la computadora, con la página en blanco, quebrándome la cabeza sobre qué tema abordar en mi ensayo. ¿Música? No, ya hablé mucho de eso. ¿Los misterios del universo? Demasiado complejo y no soy especialista en ese tema. Otro tema que me pareció relevante fue hablar de la reciente tendencia a escribir reflexiones de todo tipo en las redes sociales. Ese tema me viene bastante mejor, pues particularmente he sido un entusiasta de compartir reflexiones personales sobre diversos temas en las redes sociales. No obstante, suelo resultar demasiado polémico para mi audiencia, pues tiendo a adoptar posiciones radicales; sobre todo en temas de religión o política.
Por ejemplo, hablando de religión. Sabemos que Jesús de Nazaret, hijo de la joven María y el carpintero José, dijo: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Hasta ahí todos de acuerdo. Donde comienzan mis problemas es cuando no puedo entender por qué la religión católica, lejos de mantenerse fiel al llamado de amor de Jesús, asesinó a miles de personas en la Inquisición (1478-1834). ¿No deberíamos dudar seriamente de una institución que actuó de tal manera en contra de su feligresía? ¿No sería más sano reflexionar sobre estos hechos antes que simplemente agachar la cabeza y mostrar humildad frente a un sacerdote?
Aprendí a desconfiar de la religión católica cuando supe que eran los responsables de muchos asesinatos, entre ellos el de Giordano Bruno, un antiguo monje que se atrevió a sostener públicamente que la Tierra no era el centro del Universo, sino el Sol, y que éste último era el que estaba en el centro.
Actualmente la Iglesia católica no asesina más, no obstante, sí nos damos cuenta que sigue oprimiendo conciencias, rechazando las formas de pensamiento distintas y segregando a los que afirman una verdad distinta a la que proviene de la Biblia. Entonces no hablaré de religión porque varios se ofenden.
¿Política? Otro tema de por sí complicado y con el que vuelvo a tener diferencias con un montón de personas. ¿Será porque la mayoría de mis paisanos son priistas y católicos a la vez?
Estoy convencido de que como mexicano soy atípico: por ejemplo, no creo en la virgen de Guadalupe. Sí, ya sé que en este país no te puedes meter con la virgen de Guadalupe, y afirmar que no crees en ella, es casi como meterte con ella. También sé que nadie me va a torturar o asesinar por no creer en ella, pero si te atreves a decirlo en público, sí que te voltean a ver como si tuvieras sarna.
Algo semejante pasa con el futbol. No soy fan del futbol, pero sí veo alguno que otro partido, de vez en cuando. Lo que no soporto, es ver a la gente idiotizada porque la selección nacional va a jugar un partido contra, no sé, Brasil, por ejemplo. Todo mundo espera con ansia para ver el partido en familia, lo cual está bien porque es una forma sana de convivir; lo que según yo ya no está bien, es que la gente sólo hable y piense en futbol, todo el tiempo habiendo tantas cosas divertidas e interesantes en las cuales invertir tiempo -como leer, escuchar música, viajar, ir a museos, ver documentales, elevar un papalote, yo que sé, miles de cosas que hacer- pero la gente sólo quiere ver futbol. Para mí eso es un reduccionismo inaceptable. La vida de millones de personas se resume a una caja llamada televisión y noventa minutos de seguir atento la trayectoria de un esférico.
En noventa minutos, puedes escuchar la quinta y sexta sinfonías de Beethoven juntas; el Réquiem de Mozart; los Carmina Burana de Carl Orff y tantas obras más. En noventa minutos, puedes hacer un vibrante paseo en bicicleta recorriendo las calles de tu ciudad, por ejemplo. En noventa minutos, puedes leer 15 páginas de una novela. En diez partidos de futbol ya acabaste de leer una novela promedio.
Sin embargo, la gente no quiere eso. Su más profundo deseo es encadenarse a una realidad que les llega en forma de fotones que forman imágenes en una pantalla, y no saber más. Todas las actitudes son respetables, al menos yo las respeto todas, pero es necesario hacerse la siguiente pregunta: ¿a dónde nos llevará todo esto?
Tengo la fortuna -y tal vez la desgracia, no lo sé- de ser una persona muy crítica. A mi entender, me volví crítico, uno, porque estudié en un CCH, dos, porque después estudié ciencias exactas en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Pero, ¿es suficiente con haber estudiado en un CCH y luego en Ciencias para convertirte en una persona crítica de tu entorno? No, no es suficiente. Conozco personas que tuvieron la misma trayectoria académica y no son críticos en absoluto. Entonces, ¿de dónde proviene mi actitud crítica? ¿Es un rasgo de mi personalidad? ¿Ser crítico te convierte en desadaptado social?
Por principio de cuentas, quiero aclarar que uno no va por la vida deseando convertirse en un desadaptado social, al menos yo no. Creo que nadie querría serlo. Ser alguien crítico, al parecer, es algo que ocurre por naturaleza. Se conocen como mutaciones. Desviaciones de la norma que la propia naturaleza crea. El problema es dónde y cuándo se produce la mutación.
 
La naturaleza social del hombre evoluciona creando sus propios críticos
No tiene nada de malo ser mutante o desadaptado. Desadaptado es similar a nerd, término que la sociedad “normal” utiliza para señalar y segregar a las personas que por condición natural tienen la facilidad para imaginar realidades distintas, que en ocasiones llegan a chocar con el orden prestablecido y socialmente aceptado. La mayoría de las personas que piensan diferente tienen que luchar contra el rechazo, por muchos años, en ocasiones, toda su vida. A veces, mueren sin que sus ideas sean mínimamente aceptadas. Tristemente, años después, la misma sociedad que los rechazaba, termina dándoles la razón ante el peso de las evidencias.
Es importante aclarar que los temas polémicos siempre son complicados. Muchas personas tratan de evitarlos o darles la vuelta para no dañar sus relaciones personales o de trabajo. La mayoría de las personas presenta un rasgo de personalidad que se podría resumir de la siguiente manera: “No quiero problemas con los demás, así que seré consecuente en todo lo que más pueda, para así agradar, o al menos no chocar, con las otras personas”, evitando así los roces.
Está demostrado que tal estrategia tiene éxito y sin duda está muy difundida en la sociedad occidental del siglo XXI, más preocupada por conseguir una buena selfie que por resolver el problema de la discriminación, por ejemplo.
No obstante, hay personas que leen, reflexionan y se cuestionan todo el tiempo sobre lo que está socialmente aceptado. A veces, lo socialmente aceptado ya no se adapta bien al conocimiento actual y es necesario cambiarlo. Aunque, generalmente, tales cambios traen consigo resistencia. Por esa razón, los cambios sólo pueden irse dando con mucha calma y de poco a poco. Pueden transcurrir décadas, incluso siglos, para que una sociedad asimile un cambio.
Reflexionemos sobre el caso de la discriminación racial hacia los negros en los Estados Unidos. Al ganar la guerra de secesión, el norte abolicionista impuso a los estados del sur el decreto de abolición de la esclavitud y por tanto, la igualdad entre todas las personas nacidas en aquel territorio sin importar su raza o color. Han pasado más de cien años desde la firma de la abolición de la esclavitud por Abraham Lincoln y otros políticos (1863) y, sin embargo, la gente afroamericana que vive en los Estados Unidos sigue sufriendo discriminación por el color de su piel y, muchas veces no tienen las mismas oportunidades de superarse o superar la pobreza, que las personas de raza blanca.
En México, la Constitución de 1917 establece que todas las personas nacen con los mismos derechos y, por tanto son iguales, sin embargo, quinientos años después de la conquista por los españoles, nacer indígena en nuestro país es cargar con el estigma de la segregación, el rechazo y la falta de oportunidades.
El próximo 5 de febrero, nuestra constitución cumplirá noventa y nueve años de existencia y el derecho más importante que garantiza -el de la igualdad- seguirá siendo un sueño para millones de indígenas que habitan nuestro país. O al menos así parece. Si no están de acuerdo, pregúntenle a Lorenzo Córdova, del INE.
A pesar de que uno puede adoptar una actitud crítica ante los problemas de la sociedad, esto no es suficiente para provocar cambios en la manera de entender y actuar frente al mundo. Es necesario mantener la actitud, pero, no es suficiente. Puede una persona trabajar todos los días de su vida en defender una causa, incluso puede dar su vida por esa causa y, con todo, puede que no ocurran los cambios que desea. Pocas personas tienen la dicha de vivir para constatar los cambios que soñaron.
A las personas que sueñan con un cambio se les conoce como “utópicos” (el término fue acuñado por Tomás Moro, quien utilizó el término para titular uno de sus libros). Se dice que viven una “utopía de cambio” o que sus ideales progresistas son “utópicos”, cuando es poco probable que estos lleguen a suceder, por distintas razones. Desafortunadamente, los utópicos tienen que vivir bajo el estigma de la incomprensión, el rechazo y hasta de la violencia en su contra.
Por esa razón, muchas personas tratan de evitar cuestionar lo establecido; de esta manera evitan ser rechazados. Prefieren aceptar lo que existe y quedarse callados para ser aceptados en un grupo y mantener un conjunto de privilegios. Si no, que les pregunten a las esposas de los oficiales nazis durante el Tercer Reich en Alemania que tuvo como trágica consecuencia la Segunda Guerra Mundial.
Las múltiples ventajas que asegura el silencio y la omisión son una vida de comodidades y preocupaciones efímeras. Sin embargo, para el que cuestiona: primero le toca ser cuestionado, después rechazado, y por último, torturado psicológicamente por el conjunto de los que rechazan sus ideas opuestas al orden establecido.
La del que confronta el orden establecido es, en resumen, una vida dura, colmada de desencuentros, solitaria y carente de notoriedad; una vida de lucha, de constante ir y venir; de tropiezos sociales y de humillaciones.
Entonces, ¿si es una vida tan dura, por qué no renuncian a ella? La respuesta está en la moral. La moral de estas personas es tan fuerte y tan alta que no es posible quebrantarla. Los nazis lo intentaron muchas veces en contra de los judíos: nunca lo lograron. Mandela fue encarcelado por más de dos décadas con la finalidad de agotarlo moralmente: nunca lo lograron. Mahatma Gandhi también fue encarcelado para disuadirlo que claudicara de sus nobles ideales: jamás dejó de luchar por la libertad de su pueblo.
La moral de estos hombres y mujeres convencidos de que el orden establecido está equivocado es: inquebrantable. Pueden romper sus huesos, rasgar su piel, quitarles a sus seres queridos, humillarlos de muchas maneras, pero, por más que intentan, no logran arrebatarles su moral ni sus sueños de libertad y justicia. A veces, les han quitado la vida, como sucedió con Emiliano Zapata y Francisco Villa durante la Revolución mexicana, en Chile, con Víctor Jara y Salvador Allende, en Bolivia, con Ernesto Guevara, y tantos otros más que perdieron la vida luchando por cambiar el orden establecido. Como he dicho antes: la moral de estos hombres es de acero. Es como la caja negra de un avión: indestructible.
Ejemplos hay muchos. Han sido miles de hombres y mujeres los que han luchado por cambiar el orden establecido, por modificar el orden de ideas que explican quienes somos. Cambiar el orden de ideas establecido es parte de nuestra evolución como especie y nadie puede ir en contra de ello; nadie puede ir contra en de la naturaleza. Nadie puede romper las leyes del universo o imponerlas así porque sí.
A su vez, es importante entender que los cambios no se dan de la noche a la mañana. Se trata de procesos que tardan décadas, a veces siglos. Es necesario comprender que cuando cuestionas al sistema, estás yendo contra intereses muy poderosos que podrían borrarte de la faz de la tierra como el viento que se lleva las hojas muertas del otoño. Es una labor peligrosa y de muchísima paciencia.
Pienso que es necesario señalar lo que está mal, siempre, pero hay que entender que no lo vamos a cambiar inmediatamente; y que cuando volteemos y veamos que las cosas siguen igual, hay que insistir, pero sin perder la paciencia.
Finalmente: siempre tiene que haber un orden. Nacemos con y para un orden. De lo contrario sería la total anarquía. No existiría sociedad, al menos tal y como la hemos conocido en toda la historia. Todo el que nace le corresponde su propio orden, su propia sociedad, su propio conjunto de valores, sus propios paradigmas que romper; y ese orden lo va a compartir con millones de seres humanos más. Si siete mil millones de personas están contentos con lo que hay y tú eres la única conciencia convencida de lo inconveniente del orden actual, ten en cuenta que no serán suficientes… no sé… veinte años… para provocar un cambio.
Los que han logrado cambiar el orden establecido de las cosas lucharon durante años, hablaron con cientos de personas, escribieron montones de páginas, reflexionaron durante horas -día y noche-; a veces, también se sintieron profundamente perdidos y hasta desencantados de su lucha; pero lo importantes es que aunque vieron casi apagada la llama de sus ilusiones, nunca dejaron que se extinguiera por completo. Lucharon y lucharon hasta que perseveraron y lo hicieron porque eran fuertes de espíritu. Lo hicieron porque nunca nadie pudo oscurecer su moral. Perseveraron porque creyeron en sí mismos.

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